jueves, 5 de abril de 2012

Patricio Valdés Marín




Toda estructura social humana tiene su origen en la tribu. Nuestro comportamiento psicológico-social está firmemente impreso en nuestro genoma tras el largo tránsito tribal de nuestra especie. La tribu reconoce que un ser humano persigue simultáneamente su propia identidad y libertad y su pertenencia social, y que él es tanto providente como indigente. Las relaciones humanas se establecen tanto en función de la bondad y la equidad como en función del dominio y el poder. La convivencia se logra dentro de normas que establecen derechos y obligaciones, porque reconoce que los seres humanos tienen una igualdad natural.


La sociedad fundamental


Nadie logra vivir naturalmente como un Robinson Crusoe, sino en forma accidental y temporal. A causa de nuestra extraordinaria funcionalidad y de nuestras necesidades sociales de convivencia, los seres humanos tenemos la capacidad para estructurarnos en comunidades funcionales diversas y de dimensiones variadas. Intentemos indagar sobre los orígenes y los fundamentos de las sociedades humanas.

En la perspectiva antropológica la comunidad humana más básica de todas no es la familia, sino la tribu. Desde El origen de las especies (1859) de Carlos Darwin hemos ido descubriendo cada vez más sobre la evolución de la especie humana, y la paleo-antropología nos ha ido desvelando cada vez más el misterio de dónde provenimos. Sabemos ahora que la organización social humana primera, la tribu, proviene de la tropa, que es la organización social de los primates contemporáneos más emparentados con el género homo, que son los chimpancés y los gorilas. Es decir, una tropa cuyos miembros son seres con inteligencia humana es una tribu. No se sabe cuando se originó la tropa; probablemente hace una decena de millones años, que es un tiempo suficiente para que el comportamiento social de tropa lo llevemos marcadamente en nuestro genoma. La tribu tiene la edad de nuestra aparición como homo sapiens, hace tal vez unos 100 mil a 200 mil años atrás, y sin duda nuestro actual comportamiento psicológico y social instintivo tiene el añadido tribal. Nuestra existencia exclusivamente tribal duró hasta hace unos pocos miles de años en ciertas partes del mundo, cuando advino la comunidad agrícola y ganadera, y constituyó un tiempo insuficiente para alterar nuestro código genético con comportamientos sociales diferentes, más humanos por así decir.

Nuestra lenta transformación en sapiens significó, desde el punto de vista social, pasar de formar parte de una tropa a formar parte de una tribu con el lento ritmo de la evolución marcada por la selección natural. La transición desde una tropa de homínidos a una tribu de humanos se fue realizando paulatinamente, cuando los homínidos fueron adquiriendo una inteligencia suficientemente desarrollada como para crear cultura y convivir y explotar sagazmente diversos nichos ecológicos. Sin diferenciarse sustancialmente de la tropa la tribu surgió como una eficiente organización político-social para procurarse el sustento a través de la caza y la recolección, y para mejorar la defensa colectiva contra depredadores y enemigos. Por tanto, la tribu es la organización socio-política que fue fruto de una larga evolución biológica y que fue consecuencia del advenimiento de una especie cuyos individuos llegaron a poseer pensamiento racional y abstracto y cuya forma de vida estaba centrada en la actividad de supervivencia de cazar (y también pescar) y recolectar (frutos, hierbas, raíces y semillas y también mariscar). Es así que la caza y la recolección determinaron una cultura y una organización social tribal.

La tribu fue también la primera organización política. En ella pueden distinguirse numerosos rasgos de una sociedad civil, como roles y funciones diferenciadas, autoridad, disciplina, normas, identidad y su simbología, origen común, tierra y territorio –de caza, recolección, pastoreo y ganadería, sembradíos–, defensa, patrimonio, educación, sistema ético, religión, cultura. La tribu es más que una gran familia, aunque corrientemente sus miembros estén unidos por lazos de sangre, abarcando varias generaciones con diversos grados de parentesco, y pudiendo trazar su origen a un patriarca. Para evitar la consanguinidad sus miembros forman parejas reproductoras con miembros de otras tribus, habiéndose establecidos diversos tabúes que inhiben relaciones sexuales entre familiares. A diferencia de una sociedad moderna que relega en la familia las funciones afectiva y formadora, además de la económica y la educadora, la tribu las asume todas, excepto la crianza que corresponde propiamente a la madre. El paso a la pubertad significa para el individuo ser integrado como miembro pleno de la tribu. Una tribu surge probablemente cuando una familia o más se desgaja de un núcleo tribal original, y pasa a ocupar un territorio propio.

Los cientos de miles de años de práctica de vida tribal, no sólo fueron fruto de nuestra condición humana, sino que también moldearon nuestra psiquis. Por ello, podemos deducir que la tribu es el fundamento de cualquier organización social y política posterior más compleja. Todo modelo social y político que se haya dado en la historia humana y se esté dando en la actualidad obedece a los moldes tribales impresos firmemente en nuestros genes. Las relaciones sociales y políticas que se dan en las tribus son básicamente las mismas que se observan en sociedades más sofisticadas y complejas; y cuando por alguna catástrofe alguna sofisticada y compleja sociedad se desintegra, los sobrevivientes no degeneran a la nada atómica, sino que de modo natural llegan nuevamente a organizarse en formas tribales, como bien lo describió William Golding (1911-1993) en su novela El señor de las moscas (1954).

Las relaciones tribales se establecen naturalmente para procurar la subsistencia de la tribu y asegurar la supervivencia y la reproducción de los individuos que la componen. La organización socio-política que la actividad económica de nuestros antepasados demandaba establecer produjo el establecimiento de jerarquías y diferenciación de funciones. Nos resulta natural reconocer la autoridad y conferirle legitimidad con nuestra fidelidad y nuestra disposición a obedecer. Por lo mismo, también llegamos a acuerdos y los honramos. Acordamos objetivos y establecemos las estrategias para alcanzarlos. Participamos experiencias y respetamos a quienes más saben. Reconocemos en otros la fortaleza, la integridad y el valor, y los proponemos como nuestros guías y líderes. Perseguimos la equidad y la justicia. Protegemos a los débiles y auxiliamos a los necesitados. Nos es también natural ser solidarios y nos sacrificamos por los demás. Cooperamos en las tareas de bien común. Colaboramos con quienes necesitan nuestra ayuda. Compartimos nuestro pan y nuestro techo y servimos a nuestros huéspedes. Comunicamos nuestras alegrías y pesares. Adoramos, agradecemos y suplicamos a nuestros dioses.

Un coto de caza, que tendría alrededor de 60 kilómetros cuadrados, no tenía más capacidad que para alimentar un promedio de sesenta individuos. Sólo hace relativamente muy poco tiempo atrás –menos de diez mil años– que los seres humanos descubrieron la agricultura y el pastoreo, permitiendo la habitación de mucha mayor cantidad de individuos en una superficie determinada. La cultura sufrió un cambio radical, pues la alimentación requirió menos esfuerzo, haciendo posible la división social en clases sociales determinadas por funciones específicas. En todo aquel largo tiempo de caza-recolección la evolución imprimió firmemente en nuestro genoma la capacidad para interactuar culturalmente según padrones tribales que se observan constantemente en nuestros comportamientos cotidianos. En cambio es muy poco probable que el relativamente corto tiempo de cultura agrícola-pastoril haya tenido tiempo para actuar sobre nuestra herencia genética.

También esta distintiva actividad económica de la caza y la recolección produjo un marcado dimorfismo sexual en nuestra especie. El dimorfismo que se observa abarca también lo psicológico. Los varones de nuestra especie se especializaron en la caza y la guerra, mientras las mujeres lo hicieron en la recolección y la crianza. La búsqueda de la igualdad de género que se observa en nuestros días resulta posible gracias a dos fenómenos que han aparecido en nuestra sociedad más civilizada. Por una parte, la píldora anticonceptiva ha liberado a las mujeres de una crianza no deseada, la que la ponía en una posición de debilidad y sumisión frente a los hombres. Por la otra, una mayor civilización ha traído actividades económicas de toda especie, requiriendo capacidades que no dependen de características o aptitudes hereditarias fijadas para cada género. La fuerza muscular ya no es un requisito para la gran mayoría de las labores. La mayoría de estas actividades pueden ser desempeñadas indistintamente por ambos sexos, dependiendo principalmente de la capacitación adquirida. Estos dos fenómenos han liberado a la mujer de su ancestral sumisión, no sin conflictos a causa de la latencia del dimorfismo sexual y a nuestros esquemas culturales e instintivos. No obstante, considerando que una empresa económica sigue los patrones guerreros propios de una tribu, requiriendo ganar competencias comerciales, muchas características propias de los guerreros naturalmente son mejor efectuadas por los varones de nuestra especie.

Lo anterior es válido en especial en el liderazgo. Es posible observar que la crianza de hijos significa imponer una abnegada y cariñosa pero firme voluntad a los inmaduros retoños. El sacrificio y el cuidado implican castigar la rebeldía y la desobediencia. La disciplina surge naturalmente en la mujer para ordenar lo que se desorganiza. Esta disciplina es reforzada por aquel orden que a ella le viene en forma tan natural tras cientos de milenios de recolección de frutos y aseo del hogar. Una buena madre no busca consentimiento, consejo ni concertación. Ella simplemente manda con autoridad, pues ella sabe naturalmente lo que mejor conviene a sus hijos.

Esta innata actitud psicológica femenina contrasta con la del varón. La antiquísima actividad cazadora y guerrera demanda naturalmente –genéticamente– máxima cooperación y colaboración. Para actuar concertadamente, es necesaria la dirección de un líder. Por su sabiduría y fortaleza este jefe recibe el reconocimiento de sus pares, quienes le ofrecen su lealtad, fidelidad y hasta homenaje. La disciplina es algo que todos asumen como algo necesario para el buen resultado de la empresa. Por su parte, para comprometer la acción de sus compañeros el líder entiende que debe responder al objetivo acordado y al bien común. Un buen líder es aquel que reconoce las finalidades que el grupo persigue. Todos entienden que la lealtad, la confianza, la obediencia, el trabajo de equipo y el reconocimiento de la autoridad son primordiales para la acción concertada.

Dos tendencias paralelas de socialización, difíciles de separar, contribuyen a la estructuración social. La primera se refiere a la necesidad psicológica, surgida en la experiencia tribal desde incluso antes de nacer, de ser aceptado y aprobado, lo que es expresado por las manifestaciones de cariño, como signo de garantía de supervivencia, y que, con la adolescencia, se agrega la necesidad fisiológica y psicológica de relacionarse sexualmente con un compañero, probablemente en un 90% del sexo opuesto. La segunda tendencia está relacionada con la necesidad biológica de supervivencia y reproducción, en la cual cada individuo se presenta socialmente en su doble función de providente e indigente, de dador y aceptante, de poseedor y carente. En nuestra cultura neoliberal está tan clara la idea que la guía para la acción es el interés personal egoísta del individuo, que olvida que los seres humanos no sólo están interesados en sí mismos, sino que se interesan altruistamente en otros para entregarles su afecto.


Multitribalidad  


Aunque la vida tribal no podía subsistir por siempre, el comportamiento tribal es parte de nuestra naturaleza social. A medida que aumentaba la población y los modos de producción se hacían más diversos después de la revolución agrícola-ganadera, la organización tribal fue siendo superada por la aparición de estructuras sociales más complejas y heterogéneas. El beneficio que otorga la comunidad al individuo es decisivo. Tal como la familia se estructura naturalmente en respuesta a la satisfacción de los apetitos de reproducción y crianza paternales y de aquellos de supervivencia infantiles, la sociedad se estructura en respuesta a la satisfacción de la amplia gama de apetitos de supervivencia y reproducción individual, de necesidades de subsistencia colectiva a través de la cooperación y la solidaridad, y de necesidades de comunicación y compartir experiencias y conocimientos.

Dos órdenes de fenómenos resultan relevantes en la historia de la estructuración social humana y que aparecen ya en la misma escala de la tribu. Uno de ellos es el esfuerzo de los individuos por diferenciarse del grupo y adquirir identidad propia, que es reafirmada al entender que la acción intencional y libre es naturalmente anterior al orden social. El otro es la búsqueda de pertenencia en estructuras cada vez más complejas, que abarcan en la actualidad enormes y heterogéneas masas poblacionales, ya muy distintas de las primitivas tribus humanas, pero con las mismas funciones primigenias fundamentales, que son tanto la cooperación solidaria como la seguridad para sobrevivir y reproducirse dentro de un orden normativo. Probablemente, la historia humana puede ser considerada como un permanente esfuerzo para reivindicar los derechos de la persona, que busca un entorno material acorde con su propia estructura fisiológica y psicológica, mientras que la estructura social se va tornando cada vez más compleja y más absorbente dentro de un sistema legal de obligaciones.

Actuamos a través de la acción solidaria y de cooperación cuando reconocemos que el otro pertenece de alguna u otra manera a mi grupo. Esta acción que relaciona a los seres humanos entre sí no es de la exclusividad humana. Nuestro pasado cazador nos obligó a ser cooperativos, pues, tal como los lobos, nuestros antepasados cazaban ocasionalmente presas grandes y difíciles que requerían el reconocimiento de un orden social para la acción conjunta. Resulta contraria a nuestra psicología natural la imposición que la economía de mercado exige de una actitud competitiva e individualista, la que debemos asumir culturalmente en contra de nuestra tendencia natural cooperadora. Por su parte, nuestra relativa debilidad física nos obligó a ser solidarios. Nuestra acción solidaria resulta en una acción de ayuda, no necesariamente hacia un igual, sino a menudo hacia un desvalido. No siempre esta acción es evidente, considerando la cantidad de gente desamparada. Ambos tipos de acciones sociales fueron sin duda ventajas adaptativas en la larga evolución hasta fructificar en la especie homo sapiens.

La fuerte tradición platónica y medieval aún centra la atención crítica de los teóricos políticos en los asuntos éticos y, parcialmente, en el poder de las fuerzas centrípetas de la naturaleza humana, aquéllas que cada individuo desarrolla para sobrevivir, obteniendo los recursos que necesita de su medio ambiente en forma más o menos egoísta y a menudo agresiva. Ante el hecho de que cada cual emplea la fuerza para obtener lo necesario para sí mismo, Thomas Hobbes (1588-1679), por ejemplo, sostenía la necesidad de un Estado fuerte para proteger a los individuos de sus egoístas y codiciosos semejantes, mientras John Locke (1632-1704) suponía que bastaba la ley para circunscribir los derechos y obligaciones de cada cual. Por el contrario, Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) suponía que era precisamente el Estado y sus instituciones los que promovían el egoísmo en los seres humanos, naturalmente generosos. Karl Marx (1818-1883), no muy lejano del pensamiento de este creyente en la virtud primitiva, fijaba su atención en la propiedad privada de los medios de producción para explicar tal egoísmo humano; la superación del egoísmo, centro de los problemas sociales, pasa por la supresión de este tipo de propiedad y del poder político, el que se hace innecesario al no tener que defender la propiedad; y Adam Smith (1723-1790), tan ilustrado como pragmático, veía la solución de los problemas humanos en la completa liberación del egoísmo individual, con tal que también se liberaran las leyes del mercado.

Si introducimos una perspectiva biológica en las ideas emanadas de la ética política, veremos que el condicionamiento biológico es anterior y, por lo tanto, determinante, y las consideraciones de orden ético le son dependientes. Antes del desarrollo de la ciencia biológica, desde la Edad Media los filósofos políticos, conscientes de que los seres humanos tenemos comportamientos naturalmente definidos, los explicaban recurriendo a leyes naturales dadas desde la eternidad. Pero en realidad estas leyes naturales surgen de la funcionalidad natural de las cosas. Los seres humanos somos genéricamente animales y funcionamos como tales, buscando sobrevivir y reproducirnos. Específicamente, a diferencia del resto de los animales, tenemos pensamiento abstracto y racional, el cual nos confiere la capacidad de la conciencia de sí y de actuar intencionalmente. Por esta escala superior de la estructuración biológica somos objetos (y no sujetos) por parte de la sociedad civil de derechos fundamentales. Sin embargo, en cuanto animales, tenemos la funcionalidad propia que compartimos con ellos.

Sin duda alguna, el egoísmo tras la necesidad de la supervivencia individual es también una fuerza poderosa que emplea el ser humano para su propia preservación. En este sentido debemos considerar que si el individuo no actúa para sobrevivir, el grupo social no puede subsistir. Los individuos que componen un grupo morirían prematuramente, no tardando el mismo grupo en consumirse y la especie en desaparecer. Si esta fuerza está siempre presente en cada individuo, lo es porque la perpetuación de la especie así lo exige; y esta segunda fuerza es anterior y determinante: la supervivencia de los individuos asegura la prolongación de la especie. En consecuencia, debemos concluir que el egoísmo es una fuerza necesaria y positiva en el esfuerzo por la supervivencia individual y no debe ser declarado por los aficionados a la ética, quienes frecuentemente ignoran el modo de funcionar de las cosas, como el chivo expiatorio de la filosofía social.

El egoísmo se manifiesta como agresividad frente a los miembros desafiantes de la misma especie. Los seres humanos nos comportamos como una especie animal con territorios tanto individual como social. En consecuencia, la agresividad se emplea fundamentalmente en dos tipos de situaciones: en la defensa territorial o patrimonial y en el esfuerzo por obtener una ubicación mejor y más estable dentro de la jerarquía social. Una vez satisfecha la necesidad por una base material propia que permita la supervivencia y por un lugar respetable en la jerarquía social, la actitud agresiva disminuye. Las cárceles están llenas de personas de baja condición social, no tanto porque han violado las normas legisladas por los poderosos o porque no posean el poder suficiente para defenderse, sino porque la precariedad y la inseguridad de su posición social y la carencia de condiciones materiales mínimas generan mayor agresividad en ellos y tienden a violar con mayor frecuencia las leyes de convivencia social.

El mecanismo de la evolución biológica favorece aquellas características que resultan ser más ventajosas para la prolongación de la especie; de otra manera, ésta desaparecería. Por ello, además, el individuo posee fuerzas centrífugas, generosas y dirigidas a la preservación de su grupo social y a su propia integración en éste. Los individuos de la especie humana, como aquéllos de otras muchas especies sociales, tienen una capacidad innata e instintiva para la protección de los débiles y la crianza de los menores. También en el curso de millones de años de evolución como cazadores y recolectores que llevaban una existencia tribal, se incorporaron otras características centrífugas, como la colaboración, la cooperación y la acción solidaria.

Una intensa fuerza individual relacionada con su propia supervivencia y que tiene por finalidad su propia inserción dentro del grupo es, reiterando, la necesidad de ser aceptado y reconocido por sus miembros. Del mismo modo como la agresividad se expresa en gestos de amenaza, la necesidad de inserción en el grupo se manifiesta en gestos de apaciguamiento. Se podría añadir que el mismo egoísmo existente tras la aceptación y reconocimiento del otro está requiriendo justamente al otro. Tal como la supervivencia del individuo es necesaria para la subsistencia de su grupo social, la subsistencia del segundo es determinante para la supervivencia del primero.

Además, no en vano la especie humana se desarrolló y evolucionó como cazadora en estructuras sociales de carácter tribal, a través de unos tres millones de años hasta nuestros propios días, cuando por razones de orden ecológico se intenta inhibir la fuerte tendencia cazadora y pescadora de los individuos machos de aquélla. La capacidad genéticamente adquirida de habilidad cazadora y de interacción tribal, donde la lealtad, la confianza, la obediencia y el reconocimiento de la autoridad desempeñan funciones tan importantes para la subsistencia de la tribu, moldeó la naturaleza de nuestra interacción social.

No de otra manera puede explicarse la cooperación y la colaboración de los jugadores de un equipo en un partido de fútbol junto con la intensa emoción de los hinchas (que no es otra cosa que una guerra tribal simbólica), la coordinación en el trabajo en una fábrica, la discusión política en un parlamento o la acción de los combatientes de un bando en una cruenta batalla. Para todas las actividades sociales que se centran en alcanzar un objetivo común, los seres humanos tenemos la aptitud natural para repartirnos tareas, someternos a la autoridad reconocida y coordinar la acción.

Las anteriores características han sido genéticamente estructuradas en el curso de la larga evolución de la especie. Pero mientras las funciones de crianza, propias de los primates y que establece un vínculo de exclusividad afectiva, han seguido a cargo de las hembras, la función de cazador se enraizó en los machos de la especie humana. Si en efecto éste ha sido el caso y no existe una causa cultural, este aparentemente mínimo dimorfismo sexual de carácter funcional confiere en realidad, en el ámbito político, laboral y empresarial, un poder extraordinario a los hombres frente a las mujeres, haciendo que éstas tengan mayor dificultad para comportarse según los parámetros genéticamente establecidos para aquellos, en los que la lealtad, la confianza, el trabajo de equipo y el reconocimiento de la autoridad son primordiales para la acción concertada. Esta diferencia genera un número de conflictos dentro de una sociedad de estructura pluralista, que supone igualdad de derechos para ambos sexos.

Prosiguiendo con este dimorfismo sexual, frecuentemente se define a la mujer por aquello que la distingue del hombre, en especial la maternidad, ocultando el hecho muy evidente de que la mujer es tan persona y tan humana como el hombre, e igualmente poseedora de exactamente los mismos derechos. Además de relegar a la mujer a un estado socialmente inferior, el hombre se aprovecha normalmente de la vulnerabilidad social que produce su condición maternal. Primero, la posibilidad latente de convertirse en madre y, segundo, las exigencias de la crianza debilitan a la mujer frente a los varones, y esta debilidad es aprovechada por el llamado sexo fuerte para oprimirla y explotarla. El acoso y la violación sexual, la discriminación laboral, el sometimiento conyugal y laboral son algunas de las variadas formas de opresión y explotación que frecuentemente sufre la mujer en una de las más graves e intolerables injusticias de la convivencia humana.

La tribu, pero no la mentalidad tribal, terminó con la revolución agrícola-ganadera. Los imperios, las guerras, las religiones, la división del trabajo, la esclavitud, la tecnología, el comercio son instituciones surgidas gracias al cultivo de la tierra y la domesticación de animales. Ciertas culturas agrarias, como los pueblos andinos, no formaron imperios, sino que adaptaron el modo de vivir tribal a la comunidad campesina. Por miles de años ésta tuvo enorme éxito en conformar una cultura pacífica y de respeto y reconocimiento al individuo, tanto más cuanto existía reconocimiento y respeto de las comunidades vecinas. Sin embargo, aparentemente, esta cultura tiene en la actualidad una cierta incapacidad para adaptarse a la vida moderna.

Las civilizaciones surgidas a partir primero de la revolución agrícola-ganadera y después de la revolución industrial-tecnológica han estado en una permanente búsqueda de la vida tribal perdida irremediablemente. El Pecado Original fue, más que el del relato bíblico, de estas revoluciones, pues generaron creciente poder y riqueza, propulsando la soberbia y la codicia que tanto nos caracteriza. La historia de la humanidad no es otra cosa que el recuento de los esfuerzos por recuperar la emotiva existencia tribal en medio de revoluciones tecnológicas cada vez más intensas y rápidas, las que nos alejan aún más de esa vida comunitaria de acogida, protección mutua, identidad, solidaridad, compartir existencia, compañía, y que por los poros del genoma tanto añoramos, pero que, por otra parte, estaba saturada de ignorancia, miedo y violencia. Todos los ansiosos intentos para institucionalizar la sociedad no ha sido otra cosa que recuperar el Paraíso perdido de la tribu, idealizado por Rousseau en el primitivo hombre bueno por naturaleza. La tragedia humana es que cada nueva invención nos aleja más de estos anhelos por los privilegios que otorga a más poderosos, por mucho que trabajemos por integrarla a una convivencia ideal de paz, justicia y solidaridad.

Las sociedades modernas se parecen más a un conglomerado de tribus en permanente conflicto que a una gran tribu. Los diversos grupos que se distinguen en una sociedad se comportan como tribus, con sus propios códigos, ritos y lenguajes. Desde clases sociales hasta compañías comerciales, pasando por policías, burgueses, clubes diversos, boy-scouts, asalariados, escuelas, militares, terratenientes, partidos políticos, etc. se organizan como tribus. Además, los individuos pertenecen a muchas tribus a la vez. Existe un humano anhelo de integrar la diversidad tribal en una sola tribu; la sociedad civil surge para satisfacer este anhelo, y la democracia aparece como la forma de gobierno que encarna mejor este anhelo. Sin embargo, los conflictos dentro de la sociedad no llegan a terminar. El más importante problema social surge del excesivo poder político que trae aparejada la riqueza de un grupo (o debemos decir: tribu) de la sociedad y que se ejerce para acrecentar aún más su riqueza y el poder aparejado.

Marx atribuyó esta lucha que rompía la anhelada unidad social-tribal a la existencia de explotadores y explotados, indicó que esta división es causada por la propiedad de los medios de producción por parte de los explotadores, y propuso la socialización de la propiedad para llegar a una sociedad sin divisiones tribales, que el llamó comunismo. Él no tomó en cuenta el dinamismo de los seres humanos y sus instituciones. Indudablemente, la lucha política más democrática tiene por ideario la justicia social y el bien común como requisito para la paz social, y esa lucha es permanente. La convivencia nacional se logra en una escala supratribal que se encuentra dentro de un estado de derecho que establece derechos y obligaciones, reconociendo que los individuos tienen una igualdad natural y, como personas, poseen fines que trascienden la sociedad.


La familia


En completa dependencia de la tribu, en la especie humana se desarrollaron dos instituciones: la familia como una sociedad nuclear y la institución del matrimonio monogámico. El desarrollo de la familia resulta natural a causa de los lazos afectivos que se desarrollan entre la madre y su prole, en la actualidad con un muy dilatado periodo de necesaria crianza. Según Desmond Morris (1924-), en su libro El mono desnudo (1967), la monogamia resultó necesaria para asegurar una mínima convivencia social en una tribu cuyos machos necesitaban salir de correrías de caza o de guerra por tiempos prolongados y que, cuando retornaban, solicitaban el calor de su propia mujer. El matrimonio depende tanto del asentimiento mutuo (se discute si es entre una pareja heterosexual necesariamente) como del reconocimiento social.

Ambas instituciones se confunden en una sola, que llamamos familia, por dos razones. Primero, en ella es donde podemos satisfacer con mayor efectividad desde nuestras necesidades sexuales y afectivas, hasta aquéllas de comunicación más íntimas. Segundo, en su seno se procrean y se crían los seres humanos. Estos son los seres vivos más desvalidos de la naturaleza cuando nacen y que requieren mayor dedicación y tiempo de crianza, la que no sólo implica protección y alimentación, sino principalmente afecto y formación. Así pues, sus dos funciones han evolucionado en forma interdependiente. En la especie humana la función biológica de procreación está íntimamente vinculada con la función biológica de crianza, mientras que la función de satisfacción sexual lo está con la función de formación y mantenimiento del lazo de pareja.

Es conveniente aclarar que si la familia constituye una estructura social fundamental de la especie humana, ella no es, sin embargo, la unidad discreta de estructuras sociales de mayores escalas, como no sean asociaciones de familias con funciones muy concretas. Son los individuos humanos las únicas unidades discretas de todas las estructuras sociales humanas, incluida la tribu de cazadores-recolectores y la comunidad campesina.

La primera función enunciada de una familia origina el matrimonio. Esta no es una subestructura de la familia, sino que un componente estructural. Se establece gracias a una función fundamental ejercida por los dos cónyuges, que es el compromiso conscientemente asumido por ellos de compartir la vida hasta que la muerte los separe (u otra causal legítima) y que se formaliza en el acto de la boda. Puesto que un matrimonio se basa en un compromiso, la fidelidad y la lealtad mutua son condiciones necesarias para que éste prospere, produzca la felicidad mutua y actualice las enormes potencialidades que se pueden dar en este estado.

Únicamente un compromiso mutuo solemne permite no sólo que una relación casual se extienda en el tiempo hasta la muerte de uno de los cónyuges, sino también que la relación sea reconocida y respetada por la sociedad y que en el tiempo se vaya estructurando en escalas mayores del compartir. El compromiso no es un acto puramente volitivo de los cónyuges. Si así fuera, no sería posible consolidar el amor; el compromiso supone el deseo de compartir la vida los dos juntos. Este deseo se fundamenta en la afectividad y se hace real cuando es desarrollado a partir de las relaciones sexuales, cuando la “carne” paulina se hace una.

Las relaciones sexuales tienen una función psicológica, una función fisiológica y una función biológica. En cuanto a la primera, aquellas tienen por propósito la estructuración y la subsistencia de la pareja humana y consiste en la entrega y la aceptación, consolidando un compartir sentimientos y experiencias que denominamos amor conyugal. Referente a la segunda función, trata de la satisfacción de los apetitos sexuales del individuo, que son funcionales a su vez a la prolongación de la especie. Respecto a la tercera, se refiere a la reproducción de los individuos de la especie, siendo su término el nacimiento de un hijo. En la escala del matrimonio las relaciones sexuales comprenden las tres funciones, y causan grandes sufrimientos si se ejecutan solamente por la función fisiológica, puramente pasional, pues omite los sentimientos más profundos y puede desproteger los derechos del ser procreado.

En la función psicológica se pueden distinguir al menos dos estados. El ver a la pareja ya sea como sólo un objeto o también como un sujeto. Es claro que el instinto sexual se despierta con la sola visión, real o imaginaria de los atractivos sexuales de algún individuo del sexo opuesto (o del mismo, en ciertos casos). Además, los apetitos sexuales se satisfacen en una cópula que necesita considerar al otro únicamente como un objeto. La identificación de un objeto sexual de esta visión con un sujeto o persona es algo que sólo los seres humanos podemos realizar. Incluso podemos imaginar a este sujeto como un ángel y enamorarnos de esta ficción. Una relación madura consiste en integrar en una sola persona al sujeto con el objeto sexual. En tal apreciación la persona deseada no se la puede violar, sino que respetar y amar.

Dos individuos humanos adultos de distinto sexo tienden naturalmente a establecer una relación estructural de una característica monógama cuando maduran sexualmente y tienen la posibilidad de mantener una autosuficiencia económica. Pocas especies animales son monógamas, reduciéndose los casos a algunas especies de aves, en parte por las numerosas vicisitudes de la vida, en parte por una existencia relativamente corta, en parte por una falta de instinto de territorialidad, en parte por la escasa necesidad de intercomunicación íntima, en parte porque las crías no requieren un tiempo muy prolongado de crianza, en parte porque el periodo de celo es limitado. Estas condiciones confluyen en una relación monógama. En especial aquello que hace que la relación conyugal sea monógama es la característica de entrega y aceptación de las relaciones sexuales de seres humanos dotados de razón y sentimientos.

Pocos son los casos culturales donde no se privilegia una relación monógama. Las condiciones culturales, sociales, políticas, económicas, militares o, inclusive, religiosas que inciden adversamente sobre la estabilidad de la institución monógama no logran en el largo plazo inhabilitar la tendencia. Más bien, las instituciones sociales apoyan generalmente una relación monógama, reconociendo su validez para la subsistencia de la sociedad. Ellas la estimulan con sistemas valóricos, tabúes y normas éticas que no varían sustancialmente en las situaciones particulares, probablemente a causa del mismo condicionamiento genético. Luego, la monogamia es una condición estructural básica que, además de estar genética­mente condicionada, está reforzada normalmente por la cultura a través de las diversas estructuras sociales.

En consecuencia, más que por una imposición de una moral supuestamente objetiva, un hombre y una mujer se unen monógamamente por un determinismo genético, y siempre que existan condiciones sociales, culturales y económicas favorables. El determinismo genético establece el complejo mecanismo por el cual un hombre y una mujer llegan a formar una pareja. En nuestra época de gran desarrollo económico y de oportunidades, al menos el hedonismo y el énfasis en la autorrealización complotan contra la monogamia natural, suponiendo que la pareja es únicamente un objeto o de deleite o de promoción del status.

El determinismo genético ha conformado la típica condición de intensa atracción por el sexo opuesto, en especial cuando se llega a la madurez sexual y durante los años de mayor fertilidad. En la primitiva estructura del hipotálamo, junto con las estructuras que controlan la sed y el impulso a buscar el agua, el impulso del hambre, la temperatura interna del organismo, la conducta agresiva y el placer, se encuentra (o encontraría) también la estructura que controla el apetito sexual y la atracción sexual hacia el sexo opuesto (en los heterosexuales), y esta función la realiza mediante la producción de hormonas. En los seres humanos la atracción por el sexo opuesto se mantiene permanentemente activa, pues el apetito sexual no está reducido a periodos determinados de celo, como ocurre con todas las otras especies.

En nuestros primitivos antepasados este determinismo no sólo se redujo al atractivo sexual momentáneo, sino que su evolución posibilitó nuevas y variadas formas de intercomunicación, induciendo un deseo por una relación estable y duradera. El otro no es visto por un ser humano emotivamente estable como una pareja circunstancial para satisfacer únicamente el momentáneo apetito sexual, sino que como un otro, persona, que también puede satisfacer necesidades variadas y de largo plazo, como el afecto, el cariño, la compañía, la comunicación, la comunidad de esfuerzos y posesiones y, además, las necesidades existenciales, como el compartir los gozos y emociones, y también los sufrimientos y las necesidades vitales, como el amar y el construir juntos. En consecuencia, la monogamia fue posible en la larga historia de la evolución del género homo cuando el cónyuge adquirió la capacidad para concebir a su pareja como una persona, cuando ésta se hace evidentemente digna de esa cualidad y cuando existe la determinación mutua, expresada formalmente, de compartir ambos el mismo proyecto de vida.

A pesar de que el atractivo sexual es lo primero que mueve el deseo por relacionarse íntimamente con el otro, en la escala afectiva de las pasiones y emociones pronto se percibe en el otro la posibilidad de ligazones permanentes y más variadas que estructuran la unión en la escala afectiva de los sentimientos, incluso con mayor fuerza cuando el atractivo sexual va desapareciendo con el pasar del tiempo. Esta gama de posibilidades de relacionarse íntima, cariñosa y sentimentalmente se puede dar entre dos individuos heterosexuales de distinto sexo cuando se recalca precisamente la reciprocidad sexual. En cambio, las relaciones interpersonales entre individuos, cuando la distinción sexual es indiferente, son asexuadas, poniendo el acento en el compañerismo, la camaradería, el compadrazgo, relaciones éstas muy funcionales para concertar acciones de cooperación y compartir experiencias.

La cultura refuerza la constitución de la familia, estableciendo normas sobre deberes y derechos, autoridades y responsabilidades. Indudablemente, el entorno familiar es fundamental para que un ser humano madure emocionalmente y pueda ser, a su vez, un padre o madre cariñosa y responsable, un cónyuge amante y fiel, y un ciudadano trabajador y respetuoso. Una estructura civil funcionaría de una forma muy diferente si sus miembros no fueran criados, formados y educados en el ámbito de una familia. Sería probablemente muy disfuncional, y terminaría degradada y corrupta, siendo fácil presa de sus enemigos. En consecuencia, si la tendencia natural de los seres humanos es estructurar familias a partir de relaciones monógamas estables, la estructura civil debe apoyar aquella estructura familiar si ella misma persigue que su estructura sea armónica, estable y tenga permanencia. Observemos que el verbo apoyar no es sinónimo de forzar. Forzar la unión familiar impidiendo la posibilidad de divorcio vincular no significa apoyar la familia.

La funcionalidad de la estructura monógama se puede extender a numerosos y ricos niveles si el fundamento de ellos es el amor, entendiendo por amor tanto el respeto, el desearle el bien, la dedicación, como el gozo del compartir y del estar juntos. Un ser humano, más que alardear sobre su relativa potencia sexual, en la que muchas otras especies biológicas bastante menos inteligentes que la humana resultan ser bastante más competentes, debiera preocuparse por la profundización y amplitud de su relación con su cónyuge, esto es, por estructurar el matrimonio, y esto requiere mucha inteligen­cia.

Lo que es evidente es que el fuerte atractivo sexual que se da entre individuos potencialmente fértiles, y que culmina en el apareamiento, asegura la prolongación de toda especie. Lo que es peculiar de la especie humana es que su genética favorece las tendencias específicas para relacionarse monógamamente desde el punto de vista de su prolongación. Una pareja estable que procrea puede garantizar mejor la crianza de una prole que naturalmente permanece desvalida y dependiente de afecto, nutrición, cobijo, formación y educación por un largo periodo de tiempo, desde que nace. Aquella prole con la posibilidad de mejor crianza tiene mejores posibilidades de supervivencia que otra que no ha tenido semejantes oportunidades. Aquella prole que sobrevive acentúa las características genéticas que permiten la supervivencia, entre las que se cuentan la capacidad de afecto y crianza.

Se suele suponer corrientemente que lo que vincula a los cónyuges es el amor erótico casi exclusivamente, y lo que vincula a los hijos con los padres es la relación autoridad-obediencia. En realidad, es posible observar que lo que vincula con mayor fortaleza a los distintos miembros de una familia, ya sea entre cónyuges, padres e hijos, o hermanos, son los lazos donde existe la autoestima, el cariño, el respeto y la confianza entre sí. En una familia donde se consiga hacer suya dichos valores sus miembros pueden desarrollarse más plena y efectivamente. Lamentablemente, lo anterior, que es tan evidente, se omite en el tratamiento de las concepciones acerca de la familia que hacen ordinariamente psicólogos, educadores y sociólogos.

Para que la unión monógama adquiera estabilidad y permanencia se requiere de ambos cónyuges tanto la estructuración de los sentimientos como un acto intencional. Los sentimientos van desde el simple enamoramiento hasta la fidelidad. El acto intencional es también un acto moral, pues asume un compromiso de lealtad. Todo lo anterior constituye un matrimonio. La función de la relación conyugal es primariamente compartir la vida. Como efecto secundario, la estabilidad y permanencia del compartir toda una vida posibilita una crianza y una formación psicológicamente equilibrada de la prole.

Desde un punto de vista sociológico, si bien el mantenimiento de la estructura monógama ha quedado con menos sustentos estructurales que antes debido a las crecientes tendencias individualistas y centrípetas, su necesario mantenimiento ha estado explotando al máximo las distintas posibilidades de relaciones de pareja y de la familia dentro de la línea hedonista. Se han enfatizado nuevas formas para satisfacer las distintas necesidades afectivas, comunicativas y prácticas que pueden darse en una relación monógama a partir de la intimidad de la sexualidad y que se pueden proyectar a muchos niveles del intercambio familiar. Sin embargo, en razón de la creciente proporción de fracasos matrimoniales, las soluciones dadas han sido evidentemente insuficientes.

La procreación, considerada por la ética tradicional como la única finalidad de la relación sexual, probablemente por razones demográficas y laborales, ocupa en la actualidad un papel importante que llena una necesidad psicológica, pero no fundamental. Existe el reconocimiento de que la crianza y la formación del individuo deben realizarse dentro de una familia constituida para que éste pueda alcanzar una madurez emotiva cuando llegue a adulto. En el futuro, el control de la natalidad, inducido por la presión demográfica, probablemente hará minimizar aún más el papel de la procreación como finalidad de la relación sexual.



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NOTAS:
Todas las referencias se encuentran en Wikipedia.
Este ensayo ha sido extraído del Libro IX, La forja del pueblo (ref. http://www.forjapueblo.blogspot.com/), Capítulo 1. Los orígenes y los fundamentos de la sociedad.